Sentarse
a escribir después de meses de inutilizar el teclado es un poco complicado. Hay
que limpiar las telas de arañas entre los dedos, ponerse los anteojos, matecito
y listo… Empezamos de nuevo…
Hoy una
historia particular.
Ana, 20
años.
No
realiza ninguna actividad física. Trabaja de 9 a 18 en una multinacional y
va a la facultad de 18:30 a 22hs.
Un día, como cualquier otro, le dejan en el
escritorio un pase gratis para probar las clases del gimnasio ubicado en el 3er
subsuelo del mismo edificio donde trabaja. Sus compañeras, saltando de la
alegría por el sello rojo de “gratis” en una tarjetita, le dicen de ir a probar
en la hora del almuerzo. Ana acepta.
Al día siguiente lleva todo su kit (?),
bue.. si se puede decir “kit” a unas zapatillas prestadas un par de talles más
grandes, un joggin gris de la época del cole y una remera de Rio de Janeiro del
‘96, de la madre. Ella un zaparrastro y en contraposición, una pelirroja
di-vi-na, maquillada, con flequillo y remera gris manga corta (todos sabemos que
hay determinados colores prohibidos durante la actividad física, colores
delatores digamos)
Empieza la clase, uno-dos uno-dos, Ana
siente que muere, uno-dos uno-dos, Ana no va a ser menos que la de gris,
uno-dos uno-dos, Ana hace la clase entera al ritmo de la profe.
La clase termina y pasan a los vestuarios, o
infierno, como prefieran llamarlo. Por qué infierno? Porque las mujeres mayores
no tienen sentido del pudor y creen que una tiene ganas de verlas caminar con
sus carnes al viento o verlas untarse crema de melocotón sobre sus piernas de
abuelas. Honestamente señoras… intenten evitarlo, es un espectáculo no grato. La
de gris inmutada, obviamente, no solo no transpiró, sino que su maquillaje
estaba intacto, increíble, al día de hoy Ana lo cuenta y se indigna.
El día pasa, ella vuelve a sus actividades
laborales, va a la facultad, se compra una manzana en el camino. Claro, ahora
ella es deportista y toma gatorade con yogurt diet con cereales. El problemita
es al día siguiente cuando quiere bajar las escaleras de su casa y sus músculos
no quieren responder. Agonía, dolor agudo, todo por ese orgullo asqueroso de
querer hacer la clase igual que la profe pero con el estado físico de un ñoqui.
Increíblemente el tiempo fue pasando y por
primera vez en su vida Ana siguió yendo tres veces por semana. Siempre a la
hora del almuerzo. Siempre con las zapatillas grandes. A veces cambiaba el
jogging gris por alguna calza negra, pero siempre con remeras noventosas de la
madre.
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